Enseñamos lo que somos*: tomo esa expresión de la lectura de un autor tan importante como es Parker Palmer, para reflexionar sobre la complejidad que encierra la tarea de enseñar.
Saber sobre la disciplina y conocer a los estudiantes son dos hitos sumamente importantes y valederos para que la enseñanza se transforme en una actividad de alto profesionalismo y que se proponga, sobre ella, una innovación constante.
Ahora las preguntas son: cuando pensamos en la innovación, ¿qué lugar ocupa el docente? ¿qué lugar tiene el “yo” que enseña? ¿cómo esa identidad obstaculiza o apoya esos cambios?
Para ir contestando a estas preguntas, lo primero que viene a mi pensamiento es lograr el autoconocimiento y la autocrítica como un ejercicio, sino diario, por lo menos periódico por parte de los docentes. Considero que son dos trabajos que, si bien no garantizan, sí ayudarían a la “buena enseñanza”. En el ámbito personal sería como un hábito y, en los debates públicos sobre reforma e innovación educativa, un deber de las autoridades, si pretendemos cambiar algo.
Actualmente el debate educativo propone constantemente innovar, sea por cambios paradigmáticos, de tecnologías de la información y la comunicación o contextuales, pero la innovación será posible si ponemos la mirada en los agentes del proceso educativo, en este caso: los docentes.
Todo debate quedaría invalidado si no hay un involucramiento pleno y sincero del docente; deberíamos sumar al proceso del cual ya nos hemos preguntado acerca de “qué enseñar”, “cómo enseñar”, “para qué enseñar”, preguntarnos por el “yo” que enseña, ir a la identidad. Esto es una responsabilidad personal primero y ante todo, luego es una responsabilidad institucional, específicamente de los institutos de formación docente, de incorporar este hábito como constitutivo de la profesión.
Sostengo la idea que ese autoconocimiento y autocrítica es como un puente, si lo transito voy a reconocer mis aciertos y mis errores, y lo fundamental, seré consciente sobre lo que debo sostener y lo que debo cambiar para que la innovación tan deseada se dé, al otro lado del puente. Sin este proceso podemos seguir escuchando capacitaciones, congresos, cursos, pero solo quedará en información que no impacta, no conecta con la enseñanza, además, implica estar dispuestos a hacer elecciones sobre mi rol.
Después de pensar críticamente mi identidad como docente, recién después, podré pensar en otros cambios que toquen aspectos de la gramática escolar, posicionamientos ante los requerimientos ministeriales, etc.; lo considero el punto uno, porque es tener claro, cómo voy a innovar, desde dónde, es estar plenamente seguro de que lo quiero hacer y también que mi aporte será valioso, sin esto, en mi opinión, no lograremos una verdadera transformación.
Por supuesto que trabajar la identidad docente es un proceso complejo; es poner de manifiesto quién soy en mi función de enseñante, y eso es una tarea difícil por la sinceridad que se necesita y con esto no quiero decir que los docentes no seamos sinceros, hablo de la sinceridad que se nos oculta por miedo al sistema, al director/a, a los colegas, a las familias y hasta a nosotros mismos.
El acto educativo es un acto de comunicación, eso, por lo tanto, es un encuentro con otro (aprendiz), pero antes es necesario un encuentro con nosotros mismos como enseñantes.
Ese es el mayor desafío de la innovación educativa, encontrar el “yo” que enseña y analizarlo, porque enseñamos lo que somos.
* Parker Palmer, La guía Courage to Teach para la reflexión y la renovación, 1997.